05 mayo 2011

En la Laguna/La más suave brisa/Otto Cravi/núm. 0 sept. 06


La más suave brisa/ Otto Cravi
Cuando la tormenta se había convertido en una suave brisa, Alma encontró un lugar disponible para estacionarse en la otra acera, frente a la puerta del salón de fiestas donde se llevaba a cabo la boda de su mejor amiga Cristina. Iba sola, como primera señal de mal agüero, porque su galán de pacotilla la había dejado plantada en su casa, y luego la arrancó de ahí al hablarle por teléfono una hora después de lo acordado, para cancelar la cita. Giró el volante y quedó estacionada con las ventanas de los otros autos paralelas a la del suyo y cuando abrió la puerta le dio un golpe a un mustang amarillo que bien podía haber sido de algún invitado.
Al bajar del automóvil se dio cuenta de que los charco que había dejado la lluvia le impedían bajar de la banqueta. Caminó buscando entre los autos aparcados junto al de ella una vía por donde los charcos fueran lo suficiente escuálidos como para brincarlos, sin las sandalias doradas con incrustaciones de imitación y sin salpicarse los holanes del vestido atiborrado de crinolina. Pero la profunda orilla de la calle estaba completamente inundada.
Buscó en toda la cuadra un camino para cruzar la calle dignamente y lo único que halló fue una parvada de albañiles trabajando a doble turno a la luz de los arbotantes, en la remodelación de un local ahí apostado: le dijeron de todo acerca de sus tetas y de sus nalgas y hasta de lo que se iba a embarazar. Alma se sintió atrapada en la banqueta entre el agua y los gritos libidinosos de los albañiles. Subió de nuevo al auto con la firme intención de irse y perderse la celebración que, de cualquier forma, poco le atraía, pero lo pensó mejor y supo que no se dejaría vencer por ningún infortunio, sobre todo por tratarse de la felicidad de su mejor amiga.
Envalentonada aspiró del aire atestado de partículas de aromatizante barato y volvió a bajar del coche. Caminó en sentido opuesto al de la primera vez para burlar a los albañiles, pero tampoco encontró una brecha adecuada para cruzar la calle y antes de que se diera cuenta, se vio a sí misma doblando la esquina en busca de su destino, rumbo a la acera de la desgracia. En la otra cuadra, los edificios no eran tan bonitos y había varios vagos regados bajo los postes de luz.
Caminó tan rápido como su preocupación iba creciendo, porque los charcos se tornaban más vastos conforme recorría la acera. A su paso los vagos alzaban las manos en son compasivo, pero ella siguió de largo hasta que un hombre mugroso vestido de harapos le dijo: “No vaya para allá porque allá no está lo que usted anda buscando, yo sé que está del otro lado”, y señalaba el camino de regreso al auto. Alma quedó paralizada y volvió su atención al indigente, pero no entendía nada y se sintió tonta por escuchar a un borracho, mientras notaba el poderío de los charcos sobre la calle. Siguió su camino en busca de una forma para poder rodear las aguas y llegar a la boda.
Apenas le fue visible la tercera acera de la manzana, entendió las palabras del vago, aunque ya era demasiado tarde para regresar: era la calle donde empezaba la zona roja de la ciudad, a espaldas de la última cuadra de la zona dorada, donde tenía lugar la boda en que debía estar presente hacía una hora y media. Caminó entre putas y travestis semidesnudos, ataviada con sus mejores galas y se sintió como una flor discriminada por chatarras dentro de un bote de basura. Todos la miraban raro, como si ella estuviera loca y los demás indignados. Un hombre sospechoso vestido con una gabardina de hombre sospechoso la notó y avanzó hacia ella caminando entre las putas, Alma se estremeció y se sintió como a la hora de la muerte. El hombre se le paró de frente y se abrió la gabardina para ofrecerle tiras de pastillas y bolsitas que pensó que eran de cocaína, colgadas de unos ganchitos como bolsas de papitas en una miscelánea. Alma negó con la cabeza. “Pero si no es droga lo que anda buscando en estos territorios donde ni Dios gobierna, entonces sólo puedes ser el amor” –dijo el dealer mientras le guiñaba un ojo.
Alma se siguió de largo y dio gracias a Dios cuando alcanzó la cuarta acera de la manzana viva y sin heridas. Era otra cuadra de edificios no muy bonitos, pero no tan feos como los de la cuadra anterior. Entonces vio a una mujer con un vestido más largo y más corriente que el suyo y la reconoció de inmediato: una mujer tan desesperada como ella por cruzar la calle. Estaba parada en el borde de la banqueta en medio de dos autos estacionados, con la respiración visiblemente agitada, frente al charco más flaco que Alma había visto en toda la manzana y en toda su vida en general, y no porque fuera pequeño, sino porque nunca había puesto atención a las aguas estancadas de la calle.
Se paró tras la mujer. “Disculpe, ¿va usted a saltar?” –le preguntó. La otra asintió con miedo en la mirada. Alma permaneció tras ella como en la fila del supermercado más elegante y luego la vio saltar de forma torpe directamente en el charco, empapándose los zapatos, y no sólo eso, sino que la mujer se fue de bruces contra el filo del agua. Empezó a patalear y a revolcarse en el charquito hasta que se le enredó la cabeza con la falda y Alma vio la forma de la cara de la señora, gritando como un fantasma a través de la crinolina, cada vez más angustiada; entonces se dio cuenta de que la mujer se estaba hundiendo.
Alma alcanzó a reaccionar, buscaba ayuda pero solamente encontró una escoba recargada en la puerta de un comercio adyacente al lugar del siniestro. La tomó y se la extendió a la mujer en problemas. Ya con el agua hasta los pechos, se agarró de la escoba mientras Alma tiraba del otro lado, sin lograr que mujer dejara de hundirse, gritando como una loca. Cuando menos eso pensaron los transeúntes al ver a una mujer culona y empinada entre dos automóviles estacionados e impidiendo a los demás notar el suceso que luego se convertiría en tragedia: Alma sintió hasta los propios huesos en cansancio del brazo de la señora cuando soltó el palo de la escoba y luego la angustia de su mano que apenas sobresalía del agua, como buscando con los dedos consuelo en el horizonte sin que Alma pudiera alcanzarla, hasta que se hundió por completo, mientras los dedos se mecían con el vaivén de los adioses resignados, al ras del charco de la muerte.
Quedó estupefacta y se sentó a lamentar la tragedia, afuera del comercio donde había hallado la escoba. Contuvo el llanto porque en las fiestas no se llora y ella debía ir a una. Juró por el recuerdo de la muerta desconocida que, en contra de charcos, hombres y suerte, lograría su cometido. Al doblar la esquina se halló donde todo había empezado y por fin entendió por completo las palabras del vago: fue donde los albañiles y antes de que pudieran decirle algo les exigió ayuda. Acostumbrados a recibir órdenes, sacaron del local una plataforma para pintar paredes y la pusieron entre la banqueta y la calle, sobre el charco para ese entonces derrotado. Alma cruzó la plataforma de dos metros de altura y se sintió en la cúspide del mundo, mientras los albañiles aplaudían y chiflaban a su alrededor, y no porque estuvieran orgullosos de ella, sino porque desde abajo podían verle las nalgas.
Bajó con mucho cuidado en el otro extremo, casi en mitad de la calle y cruzó triunfalmente su destino. Pero antes de entrar al salón se quedó inmóvil frente al espejo del vestíbulo, porque la más suave brisa, la que un rato antes era tormenta, la había empapado por completo, de pies a cabeza, estropeando su maquillaje y su vestido y entonces notó que se veía horrenda toda mojada. Alma dio media vuelta, se quitó las sandalias doradas con incrustaciones de imitación, cruzó de nuevo la calle, caminó dentro del charco, subió al automóvil y regresó a llorar toda la noche a su casa.

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